Hacía ya dos años que no regresaba a México y con todo y la alegría de ver a la familia y amigos, sigue siendo extraño. El lugar parece el mismo, con la crisis económica imaginaba encontrar un escenario apocalíptico y pesimista, sin embargo, el olvido o el entumecimiento parece que nublan la vista de todos a los letreros que desde el aeropuerto presagian un peso hundido y una economía cada vez más raquítica. Tantos años de crisis nos han hecho acostumbrarnos, y no estoy seguro si eso es una ventaja o una maldición, porque en las calles la gente sigue sus rutinas, se levanta temprano al trabajo, las tienditas sobreviven no se como y el movimiento nervioso de todos los dias sigue trayendo risas. Risas un poco nerviosas, risas grabadas como de programa del chavo del 8, porque nadie tiene una puta idea de lo que va a pasar. La comida sigue sabiendo deliciosa, el sol sigue calentando rico, pero todo lo que me incomoda también perdura. Ya no me relajo del todo, no siento que pertenezco, no quiero pintarme con sombrero de charro ni tomándome un té con acento británico. Al final identificarte con una nacionalidad es puro chovinismo, agarrarte con las uñas a una idea colectiva de lo que eres porque así es como te define una sociedad determinada.
Es lo que pienso cuando me pongo demasiado rígido, pero ese mismo sin sentido que produce caos, transa, abuso y mal gusto en este lugar si se pudiera filtrar y separar en su más íntegra inocencia sería un antídoto contra la seriedad más pesada. Una gotita pura de ese valemadrismo podría desintegrar cálculos biliares y nos podría hacer ver que no tiene caso preocuparse demasiado de nada porque al fin y al cabo hay muchísimo más de lo que podemos percibir a simple vista.